Boogaloo caraqueño

Jueves, todos los jueves, siempre los jueves, desde Pigmalión hasta El Ánfora de Oro… solo pensar en los nombres de los lugares y el día, me dan ganas de portarme mal.

Los noventa caraqueños, post rock y pre Dj’s, sonaban bien y la escena nocturna venía con todo. Yo trabajaba en la radio y estudiaba Comunicación Social en la Universidad Central, así que seguí de cerca la movida. Me llené y me curtí, por decirlo de alguna forma romántica, de esas noches estrambóticas y platónicas. Caracas jamás te dejaba mal, siempre tenía con qué y con quién, me divertía saber que cada jueves en la noche salíamos todos contra todos, como hienas, salvajes y hambrientos de diversión y sexo.

Entre las novedades, los integrantes de una banda pop hacían una noche bien entretenida, algo de jamming, birras baratas y algo de picar, era una tasca muy cutre, vagamente iluminada, y decorada a la española de los setenta. El público, variado, entretenido y pintoresco, de todo, la oferta era amplia y colorida, el jueves pasado me había ido bien, terminé en la cama de una publicista, muy loca, adicta a las pornos de los ochenta y a los aerobics matutinos; así que evité el bar de la semana pasada, iría solo en caso de emergencia, me dije.

En el bando femenino habían dos o tres nuevas caras, una rubia tetona y una morena también medio tetona, una groupie aburrida y dos más que no recuerdo bien, de resto las mismas 20 asiduas de siempre. La morena me sorprendió con su mirada y la manera de contonearse al bailar, no supe quién era, hasta que me tocó ir a buscar unos tequeños en la barra. 
Ella estaba de lado y pedí permiso, no escuchó y prácticamente la atropellé sin querer, me soltó una mirada de arriba abajo, y le lancé un «perdón» se volteó sin decir nada. La otra chica que estaba al frente me saludó por mi mote y me dio un besito amistoso, le ofrecí un tequeño y aceptó, me pidió un Belmont y se lo di. Finalmente la morena con ojos de culebra brava se apiadó de mí, le ofrecí un tequeño y no aceptó. Me dijo «¿Sabes bailar?» Le respondí «sí, pero no canto nada». Se rió … Y dije «one point» y se rió otra vez. Cuando me preparaba a decir otra tontería gratis, salió disparada de la barra hacia la pista de baile, sonaba «Boogaloo pa’los panas» cuando vi aquella flaca menearse tan divinamente y vacilando, me dije «salió mi número»… la disfruté, nadie bailaba con ella, ni como ella, no merecía ser interrumpida por nadie, qué curvas y qué forma de moverlas, las caribeñas tienen ese swing innato, ese guaguancó afrodisíaco, ese «nosequé» tan de ellas y son tan cuaimas. Ella se quedó batuqueando sus curvas a lo largo de toda la canción y yo viéndola sin perder detalle. Regresó a la barra, y le dije «No, no sé bailar!». Se rió, intento robarme un tequeño, esquivé su mano, y me lanzó una mirada de niña rabiosa.

Alguien estaba improvisando unos acordes de guitarra y otro en percusión, algo destartalado y sin swing, volteé un instante y cuando regresé mi vista, la flaca tropical ya había desaparecido. La busqué con la vista, nada, me tropecé con la catira tetona que me pidió fuego, allí le perdí la pista, y bueno, seguí vacilando, pedí un tercio de Polar, la cuenta y fui a dar una vuelta. Hablé con los mismos mala-juntas de siempre, reímos del mismo chiste de siempre, vimos como entraban y salían del bar los mismos de siempre. Y la flaca, ¡nada!

Preferí salir, a dar una vuelta y hacer pipí en la calle, los baños siempre estaban ocupados y olían mal. Mientras disfrutaba ese momento tan íntimo, pasó la flaca y me dio una nalgadita y me dijo «¡Apúrate vamos a bailar!». Reí, terminé y fui tras ella. Bailamos, bueno ella se meneaba divino y yo intentaba seguirle, se contoneaba y me rozaba apenas con sus tetas y nalgas, estiraba los brazos y jugaba con mis hombros, me excité, se dio cuenta y siguió coqueteando, ella sudaba un poco, al final del set decidimos parar. En la barra, fue más rápida que yo, y pidió dos tercios, me dijo «invito yo». Me hice de un par de servilletas y se las di, se secó la cara, y me preguntó si estaba bien, le respondí viéndola a los ojos negros que sí.

Un DJ apareció en la escena y la barra se vació, nos vimos la cara, y subimos los hombros de sorpresa, y el local comenzó a cantar «cumpleaños feliz» nos reímos y decidimos salir con nuestros tercios en la mano.

Nos presentamos formalmente, intercambiamos currículos, quién conocía a quién y en dónde hacíamos vida profesional. La flaca era fotógrafa y no bailarina, era guapa y más interesante con esta luz que la del bar, con un tono de voz divino, de calmados movimientos, mirada suave. Ella se quedó parada y yo me apoye en un viejo y destartalado Mercedes Benz de los años setenta, crujió, se rió, hizo la mímica de hacer una foto, y me lanzó «eres fotogénico». Silencio, moví negativamente la cabeza. Disparó «¡No te muevas!». Sacó una llave de auto de su bolsito, abrió la maleta del Mercedes que vivía sus últimos kilómetros, registró dentro, y reapareció con una Polaroid, clic y flash! Sacó el gran negativo y lo sacudió como un abanico, y soplo con los labios apretados. Me pidió mi número telefónico, y lo anoto en la parte baja de la foto, rió, se acercó y me dio un beso, un rico beso, la cerré contra mi pecho mientras nos seguíamos besando. Se separó, respiró, y me dio un piquito, guardo la cámara en la crujiente maleta del Mercedes Benz, y siguió directo a la puerta del piloto, abrió, se montó y arranco a toda velocidad, me dejó allí, solo, parado y con ganas de más.

Llegue a casa solo, y con ganas de esa morena, tomé una birra y a dormir, era tarde.

Pasaron tres días, el domingo en la tarde regresé de visitar a los viejos. Cuando llegue a casa, el contestador tenía dos mensajes, uno de mi mamá para saber si había llegado bien y otro de la flaca fotógrafa morena tropical que baila sabroso.

Escuché su mensaje una vez, no hubo más tiempo. Decía que me invitaba a merendar un helado en el Crema Paraíso de Los Chaguaramos, hoy mismo, a las cinco y media, eran las cinco y diez! Coño, me metí en la ducha, me arreglé, y salí pirao, hediondo a Agua Brava, la heladería quedaba a cinco cuadras de mi apartamento, llegué. La busqué y nada, ¡mierda!!! … «derrepenteytal» veo la nave alemana que hace una vuelta en U, y se estaciona como piloto de F1 entrando en pits, salió del auto, y sonrío, se alegró, le brillaba todo, y todo le iba bien, estaba muy buena…

Esta vez fui más rápido que ella, antes del típico y balurdo «hola, ¿cómo estás?» le pregunté «mantecado o chocolate» no le dejé tiempo para responder, cuando respiro y subió la vista, la besé. Estábamos ardiendo al frente de una tinita de chocolate con lluvia de maní y una barquilla de fresas con crema. Nos montamos en el MB, arrancó con vigor, dirección desconocida, y me preguntó por mi lugar preferido de la ciudad, me quedé mudo, vi hacia el Ávila mientras pasábamos por la autopista al lado de la Torre Savoy, le vi las piernas, las caderas, cintura, tetas, cuello y cara, la imaginé desnuda, y si podría ser un muy buen polvo, me veía de a poquito, sin dejar de conducir como una fiera. Bajó la velocidad y subió por Chacao, hasta arriba, estacionó frente a un abasto, compró cigarros, sin ninguna pena pregunto dónde vivía.

Subimos a mi apartamento, le gustó. Hace poco habían rodado un cortometraje allí y había conservado parte de la decoración, era una mezcla de Delicatessen con Ocho y Medio. Le propuse algo de beber y aceptó el ron con hielo. También le propuse música y por azar se topó con uno de Santana, «Oye cómo va…» Y en un dos por tres andaba moviendo las caderas, siempre el swing, siempre menearse, la imaginé desnuda una vez más, como tantas veces desde el jueves pasado.
Cinco minutos más tarde, se despojó de la ropa, de la cobertura, un tatuaje le adornaba la espalda, un motivo hindú pensé, años después me confesó que era un híbrido monster goddess entre Afrodita y Medusa, la sonrisa le brillaba, los ojos cerrados la llevaban lejos, era morena sin duda alguna, sin marcas de bronceado, la vi, y di por corta mi imaginación, estaba más buena de lo imaginado.

Me desnudé también y me arrojé en el mueble, se acercó, me vio cuidadosamente, y me preguntó «¿te gusto?». Afirmé con la cabeza, y después dije «sí, mucho». De su cartera sacó un trozo de tela, de terciopelo azul, me vendo los ojos, y me susurro «eres muy guapo, pero tu mirada me intimida».

Respiré profundo y sentí el olor de su sexo cerca de mi cara, sus manos atraparon las mías y las colgaron de las nalgas, estaba de espada y frente a mí, con el culo parado, mi cara allí muy cerca, avance y le metí la lengua en el sexo, la lamí, chupe, subí hasta culo y lo chupé, olía divino, le abrí nalgas y repetí el ritual sin perderme en el camino, se separó un poco, y me dio un sorbo de ron, me besó y me agarró el pene, lo acarició, suave, lentamente, escuché cómo respiraba y tomaba otro trago, me agarro de la mano y me condujo hasta el cuarto, me acomodo en la cama, se subió, se sentó sobre mi cara, sus manos atraparon mis rodillas, mis manos sus nalgas, y comenzó a menearse mientras le lamía, respiro profundo varias veces, se meneaba en círculos vertiginosos, abría la entrepierna justo al ritmo de las caderas, como si estuviera bailando, hizo una pausa, respiró profundo, escuché como resopló y emitió un sonido de placer, apenas audible. Su mano derecha fue directo a mi pene, lo acarició, no lo soltó mientras se cambiaba de posición, sentí sus tetas cerca de mis piernas, la imaginé muy cerca de mi sexo, viéndolo, muy de cerca, casi para besarlo o chuparlo, lo sopló apenas como si fuera el negativo de la Polaroid, me imagine sus labios apretados, muy cerca y me gusto, lo apretó fuerte con las dos manos, me gustó más, se puso más duro, me estaba preparando, quise ver y me dijo «¡No! Espera», me volteó y besó las nalgas, fue despacio hasta el culo, lo besó y le pasó la lengua, sentía sus tetas cómo se movían y rozaban mis piernas.
Con la boca subió lentamente hasta mi cuello, me volteó nuevamente, me agarró por las manos y se montó arriba de mí, me besó, me mordió, y con astucia logró que la penetrara suavemente, divinamente, con su sexo apretado, lubricado y estrecho, se quedó inmóvil, respiró tres veces profundamente y comenzó a moverse, con ritmo, un vaivén constante, mi pene erecto al máximo, a tope, mis manos atrapadas, inmóviles, y ella moviéndose suavemente, me apretaba con sus piernas, hacia presión con sus caderas y venía de atrás hacia adelante con fuerza, y su respiración calma, plena, apenas sus casi inaudibles sonidos la acompañaban, parecía un mantra, una ejercicio de repetición, preciso y constante. Paró, respiró profundo, me suelta las manos y me quita la venda, la descubro, tenía la misma cara de placer que cuando bailaba, el mismo brillo en los ojos, la boca entre abierta dejaba ver una sonrisa de placer. La tomé por las caderas con una mano y con la otro le acaricié las tetas, de los poros brotaba sudor radiante, sus manos me acariciaban los labios, la nariz, el cuello. Se acercó me besó, y me dijo «vente». Le pregunté si adentro, afirmó con la cabeza. Me agarró por el cuello con una mano y con la otra me dio golpecitos en el pecho, se comienza a mover, respiramos profundo, íbamos hondo, la agarré por las caderas, siento la fuerza, siento como se estremece, aprieta mi cuello, ella siente mi sexo y respiración muy cerca, dice «ahora» y así fue, al mismo tiempo gritamos de placer, se llevó las manos a la cabellera y rió, una risa harta de placer, de malicia animal.

La acerqué a mi pecho, y calmamos la respiración. Nos dormimos desnudos, con las piernas entrecruzadas, sudados, placenteros, nos refrescaba la brisa de un domingo de mayo.

El lunes temprano me llevó a la radio, se despidió con una foto y su número telefónico.

Le pedí que escuchara la radio, que me diera cinco minutos, entre a la cabina, y convencí al operador. Era la primera vez que sonaba «Boogaloo pa’los panas» en una emisora radial

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